Yo no quiero que seas mío. No. Ni quiero pasar las mañanas a
tu lado, mucho menos las tardes. Ni siquiera los fines de semana. No. Tampoco
quiero que me escribas bellas canciones, o que te sientes a mi lado y me
estreches entre tus brazos. Mucho menos quiero que me des un beso de “buenos
días” o que despeines mi cabello, alborotándolo. No. Quiero que sientas lo más
mínimo por mi persona: no quiero que me ames, no quiero que te preocupes por
mis problemas, ni quiero que intentes hacerme sonreír.
No quiero nada de eso.
Lo que yo deseo es pasar las noches en tu cama, derretirme
con el calor de tus labios y tus manos, disfrutar de tu aliento sobre mi oído,
diciendo falsas promesas de amor. Quiero perderme en un mar de orgasmos, y
abandonarme entre tus brazos. Quiero que me tomes con fuerza, que corrompas mi
alma, o lo poco que queda de ella. Quiero que desorganices mi vida, que la
estropees por completo. Quiero enviciarme poco a poco de tus miedos, de tus
sufrimientos, de tus defectos. Quiero que me enloquezcas, que me lleves hasta
las últimas consecuencias, que me dejes aturdida sobre la cama, sin la opción
de pensar en nada más.
Quiero que te entregues a mí al anochecer, y te olvides de
todo lo que nos rodea.
Quiero solo por un momento, ser el centro de tu universo.
Y que ella, si ella, la que te brinda todo lo demás; se
pierda, entre las sabanas, entre la ropa tirada, entre nuestros suspiros, entre
el calor de nuestros gemidos.
Y si se puede, que se pierda, tan solo unas horas más.