lunes, 2 de junio de 2014

Carta final, "Bajo la misma estrella"

Van Houten:
Soy una buena persona, pero una mierda de escritor.
Usted es una mierda de persona, pero un buen escritor.
Formaríamos un buen equipo. No quiero pedirle ningún

favor, pero si tiene tiempo —y, por lo que sé, tiene mucho—,
me preguntaba si podría escribir un discurso fúnebre para
Hazel. He tomado notas, pero quizá usted podría darles
forma coherente o algo así. O simplemente decirme qué
debería decir de otra manera.
Lo más importante sobre Hazel: a casi todo el mundo le
obsesiona dejar huella en el mundo. Dejar un legado.
Sobrevivir a la muerte. Todos queremos que nos recuerden.
Yo también. Lo que más me preocupa es ser una olvidada
víctima más de la antigua y poco gloriosa guerra contra la
enfermedad.
Quiero dejar huella.
Pero Van Houten: las huellas que dejamos los hombres
suelen ser cicatrices. Construyes un espantoso centro
comercial, das un golpe o intentas llegar a ser una estrella
del rock, y piensas: «Ahora me recordarán», pero: a) no te
recuerdan, y b) lo único que dejas tras de ti son más
cicatrices. Tu golpe se convierte en una dictadura. Tu centro
comercial se convierte en una herida.
(De acuerdo, quizá no soy tan mierda como escritor. Pero
no puedo enlazar mis ideas, Van Houten. Mis pensamientos
son estrellas con las que no puedo formar constelaciones.)
Somos como una manada de perros meando en bocas de
incendio. Envenenamos las aguas subterráneas con
nuestras meadas, nos apoderamos de todo en un ridículo
intento de sobrevivir a la muerte. Yo no puedo dejar de mear       

en bocas de incendios. Sé que es idiota e inútil —en mi
actual estado, épicamente inútil—, pero soy un animal como
cualquier otro.
Hazel es diferente. Camina ligera, Van Houten. Camina
ligera sin tocar el suelo. Hazel sabe la verdad: es tan
probable que hagamos daño al universo como que lo
ayudemos, y seguramente no haremos ninguna de las dos
cosas.
La gente dirá que es triste que deje una cicatriz menor, que
menos personas la recordarán, que la querían mucho, pero
no muchos. Pero no es triste, Van Houten. Es un triunfo. Es
heroico. ¿No es eso el verdadero heroísmo? Como dicen los
médicos: ante todo, no hagas daño.
En cualquier caso, los verdaderos héroes no son los que
hacen cosas. Los verdaderos héroes son los que
OBSERVAN las cosas, los que les prestan atención. El tipo
que inventó la vacuna de la viruela en realidad no inventó
nada. Simplemente observó que las personas que tenían
viruela bovina no cogían la viruela.
Después de recoger los resultados de mi escáner, me colé
en la UCI cuando ella estaba inconsciente. Entré detrás de
una enfermera que llevaba una placa y conseguí estar a su
lado unos diez minutos, hasta que me pillaron. De verdad
creía que iba a morirse antes de que pudiera decirle que
también yo iba a morirme. La incesante arenga mecanizada
de los cuidados intensivos era atroz. Le sacaban del pecho,
gota a gota, aquel líquido oscuro. Los ojos cerrados.
Intubada. Pero su mano seguía siendo su mano, todavía
tibia, las uñas pintadas de un azul oscuro casi negro, y yo la
cogía de la mano e intentaba imaginar el mundo sin
nosotros, y por un segundo fui lo bastante buena persona
para esperar que se muriera y así nunca llegara a enterarse
de que yo me moría también. Pero después quise más tiempo
para que pudiéramos enamorarnos. He conseguido mi deseo,
supongo, y he dejado mi cicatriz.
Llegó un enfermero y me dijo que tenía que marcharme,
que solo podía entrar la familia. Le pregunté si iba bien, y el
tipo me contestó: «Sigue entrándole líquido». Bendito sea el
desierto, y maldito sea el mar.
¿Qué más? Es preciosa. No te cansas de mirarla. No tienes
que preocuparte de si es más inteligente que tú, porque
sabes que lo es. Es divertida sin pretenderlo siquiera. La
quiero. Tengo la inmensa suerte de quererla, Van Houten.
No puedes elegir si van a hacerte daño en este mundo, pero
sí eliges quién te lo hace. Me gustan mis elecciones. Y
espero que a ella le gusten las suyas.
Me gustan, Augustus.
Me gustan.




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