lunes, 23 de junio de 2014

No quiero que seas mío




Yo no quiero que seas mío. No. Ni quiero pasar las mañanas a tu lado, mucho menos las tardes. Ni siquiera los fines de semana. No. Tampoco quiero que me escribas bellas canciones, o que te sientes a mi lado y me estreches entre tus brazos. Mucho menos quiero que me des un beso de “buenos días” o que despeines mi cabello, alborotándolo. No. Quiero que sientas lo más mínimo por mi persona: no quiero que me ames, no quiero que te preocupes por mis problemas, ni quiero que intentes hacerme sonreír.
No quiero nada de eso.
Lo que yo deseo es pasar las noches en tu cama, derretirme con el calor de tus labios y tus manos, disfrutar de tu aliento sobre mi oído, diciendo falsas promesas de amor. Quiero perderme en un mar de orgasmos, y abandonarme entre tus brazos. Quiero que me tomes con fuerza, que corrompas mi alma, o lo poco que queda de ella. Quiero que desorganices mi vida, que la estropees por completo. Quiero enviciarme poco a poco de tus miedos, de tus sufrimientos, de tus defectos. Quiero que me enloquezcas, que me lleves hasta las últimas consecuencias, que me dejes aturdida sobre la cama, sin la opción de pensar en nada más.
Quiero que te entregues a mí al anochecer, y te olvides de todo lo que nos rodea.
Quiero solo por un momento, ser el centro de tu universo.
Y que ella, si ella, la que te brinda todo lo demás; se pierda, entre las sabanas, entre la ropa tirada, entre nuestros suspiros, entre el calor de nuestros gemidos.

Y si se puede, que se pierda, tan solo unas horas más.

lunes, 2 de junio de 2014

Carta final, "Bajo la misma estrella"

Van Houten:
Soy una buena persona, pero una mierda de escritor.
Usted es una mierda de persona, pero un buen escritor.
Formaríamos un buen equipo. No quiero pedirle ningún

favor, pero si tiene tiempo —y, por lo que sé, tiene mucho—,
me preguntaba si podría escribir un discurso fúnebre para
Hazel. He tomado notas, pero quizá usted podría darles
forma coherente o algo así. O simplemente decirme qué
debería decir de otra manera.
Lo más importante sobre Hazel: a casi todo el mundo le
obsesiona dejar huella en el mundo. Dejar un legado.
Sobrevivir a la muerte. Todos queremos que nos recuerden.
Yo también. Lo que más me preocupa es ser una olvidada
víctima más de la antigua y poco gloriosa guerra contra la
enfermedad.
Quiero dejar huella.
Pero Van Houten: las huellas que dejamos los hombres
suelen ser cicatrices. Construyes un espantoso centro
comercial, das un golpe o intentas llegar a ser una estrella
del rock, y piensas: «Ahora me recordarán», pero: a) no te
recuerdan, y b) lo único que dejas tras de ti son más
cicatrices. Tu golpe se convierte en una dictadura. Tu centro
comercial se convierte en una herida.
(De acuerdo, quizá no soy tan mierda como escritor. Pero
no puedo enlazar mis ideas, Van Houten. Mis pensamientos
son estrellas con las que no puedo formar constelaciones.)
Somos como una manada de perros meando en bocas de
incendio. Envenenamos las aguas subterráneas con
nuestras meadas, nos apoderamos de todo en un ridículo
intento de sobrevivir a la muerte. Yo no puedo dejar de mear       

en bocas de incendios. Sé que es idiota e inútil —en mi
actual estado, épicamente inútil—, pero soy un animal como
cualquier otro.
Hazel es diferente. Camina ligera, Van Houten. Camina
ligera sin tocar el suelo. Hazel sabe la verdad: es tan
probable que hagamos daño al universo como que lo
ayudemos, y seguramente no haremos ninguna de las dos
cosas.
La gente dirá que es triste que deje una cicatriz menor, que
menos personas la recordarán, que la querían mucho, pero
no muchos. Pero no es triste, Van Houten. Es un triunfo. Es
heroico. ¿No es eso el verdadero heroísmo? Como dicen los
médicos: ante todo, no hagas daño.
En cualquier caso, los verdaderos héroes no son los que
hacen cosas. Los verdaderos héroes son los que
OBSERVAN las cosas, los que les prestan atención. El tipo
que inventó la vacuna de la viruela en realidad no inventó
nada. Simplemente observó que las personas que tenían
viruela bovina no cogían la viruela.
Después de recoger los resultados de mi escáner, me colé
en la UCI cuando ella estaba inconsciente. Entré detrás de
una enfermera que llevaba una placa y conseguí estar a su
lado unos diez minutos, hasta que me pillaron. De verdad
creía que iba a morirse antes de que pudiera decirle que
también yo iba a morirme. La incesante arenga mecanizada
de los cuidados intensivos era atroz. Le sacaban del pecho,
gota a gota, aquel líquido oscuro. Los ojos cerrados.
Intubada. Pero su mano seguía siendo su mano, todavía
tibia, las uñas pintadas de un azul oscuro casi negro, y yo la
cogía de la mano e intentaba imaginar el mundo sin
nosotros, y por un segundo fui lo bastante buena persona
para esperar que se muriera y así nunca llegara a enterarse
de que yo me moría también. Pero después quise más tiempo
para que pudiéramos enamorarnos. He conseguido mi deseo,
supongo, y he dejado mi cicatriz.
Llegó un enfermero y me dijo que tenía que marcharme,
que solo podía entrar la familia. Le pregunté si iba bien, y el
tipo me contestó: «Sigue entrándole líquido». Bendito sea el
desierto, y maldito sea el mar.
¿Qué más? Es preciosa. No te cansas de mirarla. No tienes
que preocuparte de si es más inteligente que tú, porque
sabes que lo es. Es divertida sin pretenderlo siquiera. La
quiero. Tengo la inmensa suerte de quererla, Van Houten.
No puedes elegir si van a hacerte daño en este mundo, pero
sí eliges quién te lo hace. Me gustan mis elecciones. Y
espero que a ella le gusten las suyas.
Me gustan, Augustus.
Me gustan.




Olvidar

Él no se creyó que lo pudiera olvidar. Pero no podía culparlo, ni yo misma me lo creía. En el momento en que le dije que lo sacaría de mi vida, y que nunca más volvería a buscarlo, él mostró aquella fastidiosa sonrisa socarrona, tan llena de seguridad y altanería. Sabía… y lo sabía muy bien, cuanto lo amaba. Que podría entregarle mi vida en el momento que él quisiera. Y yo también estaba consciente de mis sentimientos, pero aun así me forcé a actuar llena de frialdad y arrogancia hacía él. Quería que sintiera aunque fuera una sola vez en su vida, lo que yo había sentido. Que sufriera solo un instante, un corto momento. Con eso me bastaba. Así fue que pasaron los días. Y luego las semanas. Tengo que aceptar que fue una difícil recuperación. Pasaba mis noches en vela, mirando por la ventana, pensando en él. Todo me lo recordaba. Desde las más melosas canciones, hasta las más movidas y faltas de amor. Lo más terrible era encontrarme con su rostro en todas partes. Cada vez que me giraba, ahí estaba él. Sus ojos en los de aquel chico, sus labios en los de ese niño, y las pequeñas arruguitas que se formaban en sus mejillas al sonreír, en la señora que acababa de pasar. Quizás eso era lo más difícil. Eso y la soledad. El lento pasar de las horas. El suave sonido del reloj. Parecían que quisieran atormentarme. Dejarme indefensa ante mi cruel realidad. Y con cada segundo, minuto, y hora que pasaba, iba creciendo mi necesidad de él. De verlo, de tocarlo, de besarlo, de tomarlo con fuerza entre mis brazos, estrechándolo. Sentía que poco a poco olvidaba el aroma a shampoo de su cabello. Y la suave melodía de su voz al hablar o reír. La suavidad de sus manos al pasar por mis mejillas. O aquel suspiro que solía escapar de sus labios cuando alcanzaba el orgasmo. Eso me asustaba, me aterraba. Que llegara el día que olvidara el tono de su voz, o la forma de su cara. Pero ¿eso no es lo que había estado buscando desde el principio? Me sentía como una adicta, siempre alterada, ansiosa, esperando el mejor momento para escapar y regresar. Pero los días continuaron pasando. Tomando más y más velocidad. Las mañana lucían mucho más brillantes, y el sabor de la comida mejoró. Cambie el pensar hora tras hora en él, en salir con amigos, ver películas, y tomar café. Aún me dolían sus recuerdos. Pero era más sencillo escapar de ellos. Alejarme y ver las cosas con toda claridad. Sin estar empeñados por profundos sentimientos. Y así, fue que pasaron seis largos meses. Mi recuperación fue total. Él no se creyó que lo pudiera olvidar. Así que cuando nos volvimos a encontrar, el mostro aquella sonrisa llena de altanería, vanidad, y egocentrismo. Yo también sonreí. Aquellos ojos ya no me parecían tan brillantes, y aquel espeso cabello ahora lucía escaso y sin vida. Su mirada era aburrida, y no fuerte y segura como recordaba. Él lo supo al instante. Había cumplido mi promesa. Aquella en la cual no había creído, ahora se volvía una realidad. Sonreí aún más. Luego, simplemente me aleje. Dejándolo atrás, junto con todos aquellos recuerdos que alguna vez llegue a amar